martes, 16 de febrero de 2010

Bitácora Abracadabra

Era una familia joven y sólida la que tenía Marco. El niño de cabellos roll roll café en esos días de verano había cumplido cinco años y desde que pudo sostener un lápiz, su pasión era dibujar. Dibujar y pintar. Pintar y soñar.
Que papá y mamá, la niña bonita del barrio, la golondrina que pasa rozando el mar, y el mar también, o el mar y el sol… y la maestra, y a Paco ‘el loquillo’ de la clase. Todo lo que miraba y soñaba estaba en manos de Marco y en sus trazos en papel.
Sus dibujos no eran perfectos, pero sus manos de niño alcanzaban a dibujar con detenimiento y contemplación lo que tenía cerca de él, en casa o en la playa, o en sus sueños o en el cielo.
No tenía hermanos, ni hermanas. Y a pesar de su solitario espíritu imaginativo, Marco gustaba de la compañía de sus amigos, sobre todo de Lisa y Rafael, con quienes solía jugar en el patio de la quinta Florencia, la más colorida del puerto donde vivía.

Nuevamente, el verano pleno se había instalado en el puerto, y en esos días de febrero, se acercaba el cumpleaños de Marco. No hubo fiesta, pero sí alegría; pocos regalos de seres queridos, pero sí abrazos de todos. Ese día, recibió de su abuelo, un regalo especial, era un sencillo cuaderno de dibujo; un cuaderno que fue su bitácora cuando era el joven inquieto que vivía en el campo, y que recolectaba sus aventuras en estampas propias dibujadas, hechas a mano y a color, en esas páginas que parecían de un origen mágicamente natural, o naturalmente mágico. La pasta era de tela color turquesa. El papel de las hojas era impresionante, de color maíz tenue, textura suave al tacto y de un ligero espesor que hacía pensar que esas páginas se podían quebrar al tocarlas e incluso al trazar en ellas. Pero la bitácora sólo tenía seis hojas.
¿Por qué seis hojas abue?, preguntó Marco.
La bitácora sólo tenía seis hojas, o sólo le quedaban seis hojas. Sí precisamente seis, la edad que tenía el pequeño Marco.
Seis páginas son las únicas que me quedaron. El resto las utilicé cuando era joven. Cuídalas. Cuídalas y dibuja lo que quieras en ellas, siempre con el entusiasmo que te caracteriza hijo.
Dijo el abuelo con alegría y confianza y abrazando muy intensamente al pequeño, como sabiendo que ese sería el último cumpleaños que pasaría a su lado, pues llegó el otoño y con él días grises, que trajeron consigo la muerte del tierno y robusto abuelo de Marco.

Los días pasaban y la bitácora turquesa estaba en el cajón del escritorio del niño. Entonces, no quería utilizarla y tan sólo cuando quería sentirse más cerca de su abuelo, él buscaba en aquel cajón… al fondo de los álbumes de superhéroes, aquella bitácora. La abrazaba, la miraba, olía sus hojas y recordaba a su abuelo, y derrepente se repetía en su interior una voz: ‘dibuja lo que quieras’. Entonces él cerraba la bitácora, acariciaba la rugosa tela turquesa, y lo devolvía nuevamente al final del cajón del escritorio. Allí donde estuvo intacta todo un año.

Antes de que cumpla los siete años, Marco tuvo un sueño con su abuelo. En el sueño su abuelo le decía que use la bitácora para hacer lo que más le gustaba: dibujar. Dibuja. Dibuja Marco, que cada página es un regalo que te hago.
Al despertar, fue directamente al escritorio, buscó al final del cajón, y sacó su bitácora. Trajo su gran cartuchera de lápices multicolor, y empezó a dibujar lo primero que se le ocurrió. Marco, pensó en un gato, un gato gris de ojos gris, al que le puso de nombre ‘Luis’. Tenía un collar color coral, y una medalla de bronce con su nombre grabado: L-U-I-S, dijo Marco al terminar su dibujo en las extrañas hojas de color maíz.
Ese día jugó, se divirtió con sus amigos. Lisa y Rafael estaban allí, yan ken po, ampay me salvo, fu man chu, chepi contra… corre, corre… y la pelota que no faltaba. Jugaron. Y jugaron. Al llegar a casa, su padre le tenía una sorpresa y le dijo:
Cuídalo. Es tu primera mascota. Los gatitos a veces son tan independientes que se quieren ir lejos solos y se olvidan de uno que los llega a querer tanto.
Era un pequeño gatito gris, con ojos color gris y un collar coral con una medalla de bronce…con su nombre.
Luis, así se llama. ¿Te gusta Marco?, dijo su madre.
Claro que me encanta, dijo Marco entusiasmado, mientras llevaba en brazos al pequeño felino, lo pegaba a su pecho y lo sentía ronronear cuando le acariciaba la cabeza.
Y entonces, no pudo evitar ir a su habitación, llevar a Luis consigo y buscar en aquel cajón… Sacó la bitácora, la abrió lentamente. Y… no estaba. No estaba su dibujo. No había dibujo alguno. La bitácora turquesa tenía (o le quedaban) cinco hojas. Aquella hoja que faltaba, donde estaba el dibujo del gato gris de ojos gris, no estaba. Desapareció.

Marco no volvió a dibujar en la bitácora. Hasta que pasaron los días y los meses; y ya se acercaban los días de sol, y los ocho años de vida de Marco. Nuevamente días antes del cumpleaños, un sueño especial. Esta vez el abuelo, aparecía con un rostro ciertamente complacido, parecía volar en lugar de caminar, y estar suspendido en el aire, en lugar de tener los pies en tierra firme. En el sueño le dijo a Marco: No temas dibujar, imaginar y soñar querido Marco, disfruta haciéndolo. Y elige para este año tu próximo regalo. Y agregó con firme voz ‘dibuja lo que quieras’.
Marco despertó. Luis estaba a su lado, y le dijo, como si el felino lo comprendiera:… ¿dibujo lo que quiero?...
Y así lo hizo. Dibujó entonces una pelota. La pelota de Rafael ya estaba muy mala. Y una nueva pelota será un regalo que disfrutaré con mis amigos, pensó el pequeño Marco.
Y eso pasó, al llegar de la escuela, en casa lo esperaba su padre con un regalo. Sorpresa aquella… era esa gran pelota arcoíris (tal como la había dibujado) y sabía rebotar tan bien… ¡ya casi llega al cielo!… decía Lisa cuando jugaba con Marco. Ya casi, pensaba Marco.

Entonces quedaban cuatro hojas. Cuatro. Y luego tres. Luego dos.
Y… cuando iba a cumplir 12 años, le quedaba sólo una. Una hoja para el último regalo que le podía dar su abuelo. Para el último dibujo de Marco.
Esos días de febrero, apareció su abuelo nuevamente en lo sueños del pequeño. Esta vez, se veía aún más complacido, parecía un ángel y casi brillaba, era difícil verlo fijamente, porque tenía un hermoso resplandor. Un especial resplandor alba. En el sueño, el abuelo le dice a Marco: No creas que es mi último regalo. Pero tienes que hacer tu último dibujo en la bitácora. No olvides dibujar lo que quieras.
Marco le sonrió. Y se despidió tomándole la mano.
Despertó, y abrió la bitácora. Tomó el lápiz y los colores… y dibujó.
Dibujaré lo que quiero, se dijo.
Entonces dibujó una caja. Una caja verde que tenía un lazo magenta, y dijo… Dentro de esta caja estará la felicidad.
Guardó su bitácora en el cajón del escritorio y salió rumbo a la escuela.
De vuelta a casa, salió a pasear en bicicleta por la orilla de la playa, como cada tarde lo hacía con Lisa, que ya no era sólo su amiga, y con la que compartía un enamoramiento primerizo de los que convierten la panza en el hábitat perfecto de mariposas tornasol.
Precisamente antes de que Lisa llegara primera al faro –siempre era la primera en llegar- , Marco encontró algo entre la arena, en la orilla…casi entre la arena y el mar. Era una caja color verde, con un lazo magenta. No lo podía creer, la guardó en la mochila, y no lo abrió sino hasta llegar a casa.

No podía esperar más. Se dio un baño. Revisó la mochila, sí allí estaba. Era real. La caja verde estaba allí, y con ella la felicidad dentro. No podía esperar más. Pero antes de abrirla, busca en el cajón del escritorio, la bitácora… allí estaba, no tenía más hojas. La caja de la felicidad había sido el último dibujo. Entonces… sujeta la caja con firmeza, y la abre con mucho cuidado. Y … la caja estaba vacía en su interior. No había nada dentro. Nada.
Al pasar los años. La bitácora permaneció en aquel cajón del escritorio, debajo de los libros. Y la caja verde de lazo magenta… también.

Marco, formó una familia con Lisa. Se casaron, y tuvieron a Julia, una pequeña que también había heredado el placer por el dibujo, una pequeña locuaz y vivaz, que a los cinco años ya sabía recitar y cantar, y claro… dibujar y pintar.
Cuando Julia estaba por cumplir los seis años. Marco tuvo un sueño. Un sueño especial, que le recordaba a los de su niñez. Esta vez se le apareció un ángel de figura robusta pero juvenil, que brillaba esplendoroso, y que le dijo con voz cordial y familiar: Busca en el cajón, hay un regalo… Búscalo. Te toca abrirla.
Marco, despertó algo asustado. Buscó en el cajón del escritorio viejo, aquel que lo había acompañado veinticinco años de su vida, y saca la caja, la caja verde con lazo magenta. La tenía firmemente en sus manos, como hace dieciocho años atrás la tuvo. La tenía nuevamente. Y nuevamente la iba a abrir. Nuevamente.
Pero… antes de que la abra… llegó Julia, y le dijo con dulce voz… Papi, tuve un sueño… donde tú eras un ángel, y me decías que estabas taaaan feliz. Te veías feliz papi, sonreías…
Marco, la miró… sonrió. Sonrió de verdad, la abrazó fuertemente como confirmando lo que Julia le decía.
Y le dijo con firmeza…: Sí hija, soy feliz.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Volver

Te mudaste cuando yo me fui. Te habías ido entonces de aquel que fue nuestro espacio, cuando yo me fui. Quizás para olvidarme. Yo qué sé.

Y ahora estás allí en la estación esperando el tren que te llevará con Santiago a esa ciudad que yo jamás quise regresar y que sin embargo el destino me había obligado a volver y quedarme. Sí… quedarme sin retorno.

Yo jamás quise regresar a Madrid y no porque pensara que allí me quedaría… sino porque no quería separarme de ti. ¿Cómo yo te iba a dejar mi dulce Paula?, ¿cómo podría abandonar tu cariño y tu piel?, ¿cómo podría yo haber dejado nuestra ciudad, nuestro espacio… y lo que crecía dentro de ti, también nuestro? … ¿cómo podría haberte podido dejar a ti? Y entonces, ¿por qué?... ¿por qué te dejé? Razón: sólo una.

Llegó tu tren, allí estabas. No te ves mal. No estás sola. Te embarcas entonces a Madrid. ¿Vienes a mí?

Nunca creí en ti. Lo confieso. Te conocía muy bien. Nunca estuve seguro de lo que sentías por mí. Tú nunca estabas sola. Nunca podías estarlo, y sin embargo, cuando reñíamos, decías que me extrañabas, cuando decidía yo dejarte sola un tiempo, allí en mis arrebatos de soledad…- ¡créeme!- yo, sí te extrañaba, y dudaba…dudaba de que tú también lo hagas. Pero sólo si me pudieras responder: ¿alguna vez amaste a alguien más que a ti?

Un día me dijiste… ‘Salvador, no sé qué podría hacer sin ti’. ¿Sin mí?... ¿Qué podrás hacer sin mí?… ¿extrañarme? Extrañarme al fin. Sola o acompañada. Pero extrañarme.

¿Recuerdas cuando me hablabas de él, con total entusiasmo y sonrisas? Siempre pensé que te veías con él a escondidas. Siempre que lo pensaba, me entraban las ganas de irme de allí, de nuestra ciudad, de nuestro espacio; pero esta vez ya no volver, y hacerte sentir sola, realmente sola. Siempre pensé que él, nunca dejó de ser tu amante perfecto’. Sí, así fue cómo lo denominaste en nuestras primeras charlas en el café bar de nuestra ciudad, ¿recuerdas?, cuando aún éramos amigos, cuando yo embobado te escuchaba en tus madrugadas agonizantes de alcohol y nostalgia… cuando más te embriagaban los recuerdos de aquel… que el vino conmigo; de aquel que dices ‘te supo amar’, de aquel que te inspiró una y otra vez. De aquel. De aquel que estuvo contigo cuando yo me fui… cuando yo me fui la primera vez a Madrid. Cuando me fui enamorado sin saberlo, cuando me fui con un sentimiento abrumador e indomable, cuando me fui para olvidarte también... Sí, para olvidarte también ¿lo sabías?, pero sobre todo… para olvidarnos. En esos días que yo me fui, él entró en tu vida, y dudo que haya salido de ella. Y quizás era por eso que no quería volver a Madrid, quizás por eso no quería volver a tomar el auto y dirigirme a esa ciudad. Y otra vez verme preso de mis pensamientos, del recuerdo de nuestras antiguas charlas nombrándolo con entusiasmo y sonrisas, de mis temores, otra vez en mis pensamientos: tú y él, pero muy dentro de mí: sólo tú y yo. Y otra vez…otra vez las ganas de irme y no volver. De alejarme y dejarte sola.

Recuerdo que cuando me despedí de ti, tú decías que todo iba a estar bien, que sólo era corto tiempo el que me alejaba de ti, que era inevitable culminar esos trámites y cerrar algunos tratos en la ciudad. Esta vez no me iba por mucho tiempo, esta vez no iba a quedarme. Era cierto. Lo sabías. Pero, te juro no quería volver a dejarte sola Paula. Pero esta vez tuve que hacerlo, tuve que hacerlo por algo inevitable.

Y ahora, estás en Madrid. Estás aquí, lo sé. Y respiras el aire de esta ciudad pálida que ahora me atrapa. Y es posible que imagines que aquí conocí a alguien cuando vine años atrás. Y quizás imaginabas también que me vería con alguien cuando regresé a esta ciudad hace un poco más de un año. Y no porque tenías celos, no porque dudarás de mí; sino por el contrario, porque siempre creíste lo que te decía. Pero, la verdad, es que no hubo persona alguna que me llenara de todo lo que tú sabías darme. Nunca te lo dije, es cierto. Al contrario, siempre hice alarde recurrente de mis conquistas, que no fueron más que mediocres intentos de olvidarte. Una y otra vez, una y otra vez e-rror. Olvidarte nunca pude.

Llegaste. ¿Vienes a verme? Cruzas esa puerta. Estás aquí. Te veo, pero no estás sola…

Siempre tú, siempre con esa caminata trotamundo pausada y despreocupada, te acercabas; siempre con tu pelo ondeado y poco peinado intentando orden con una cola y el gancho dorado; siempre vulnerable y deseable, siempre salvaje y natural. Siempre linda, mi dulce Paula. Y… te deseo, siempre te deseo. Pero te perdí dejándote… y no puedo tocarte. Ya no más. Sólo el viento, que se compadece de mi impotencia, se esmera en ser mi cómplice, que acariciando tu castaño ondulado rebelde, me recuerda los momentos que viví a tu lado.

Paula, estás frente a mí, y esas flores violetas combinan tan perfectamente con tus mejillas, y los pétalos de las rosas blancas que trae Santiago, son muy parecidas a tus manos terciopelo. Te veo Paula, estás frente a mí, y sólo te puedo escuchar:

- Nunca pensé que me dejarías. Pero yo jamás te podré dejar mi querido Salvador. En algún momento nos volveremos a encontrar.

Volver. Volver a encontrarnos. Si pudiera decirlo… Si pudieras escucharme…

Te persignas y por primera vez te creí. Te creía Paula. Tomas de la mano a quien te acompaña, a nuestro Santiago; y veo que te alejas, sin poder impedirlo esta vez.

viernes, 13 de noviembre de 2009

La nueve, a las doce, con dos copas y una nota

“Tú eres la nueve”, me dijo ella, mientras se acercaba la rubia botella helada entre las manos pálidas de la pelirroja de mi bar de moda. “Gracias”, le dije, mientras reposa el envase de vidrio en el tapete de círculo rojo. Me gustaba aquel lugar, porque me había permitido citar a alguien especial y difícil: a mí. Y muy de vez en cuando –sobre todo en esos días de octubre- se habían hecho frecuentemente necesarios aquellos encuentros with my self.

De ese mi lugar favorito, mi rincón favorito: la nueve. Prefería la mesa nueve, sí la de la esquina, la de dos sillas y frente al sucinto escenario de ese colorido y lúdico piano bar de la esquina de la plaza cuadrada del Libertador. Solía escuchar las melodías en ese ambiente colmado de humo, y de poca gente, y sin embargo esta noche el mutis amenazaba con gobernar el lugar. Esta noche a diferencia de lo característico, no había piano, no habían notas que me acompañen en la cita with my self.

“Señorita”, la llamo, se acerca y le digo: “Una copa de vino tinto y una pregunta”, ella me sonrió con un gesto gentil e interrogatorio…“¿Hoy no tocarán el piano?”. Sí, esa era mi inquietud: ¿hoy tocarán el piano?, ¿hoy acompañaré mi cita con la cerveza y el vino (y conmigo), con las notas que puedan ser mi soundtrack personal en la trágica escena de hundirme un piso más abajo de lo que ya estaba ese sótano del Atlántico Piano Bar? Creo que no me sentía tan sola, cuando tocaban el piano, o creo que no era tan difícil estarlo. Y mientras mi rostro reflejaba cierta urgencia de una contestación positiva, me dijo con cierta complicidad: “A las doce tocarán el piano, llegará un chico nuevo”.

Las doce, y yo en la nueve, con dos copas del cabernet souvignon y empuñando el plumón color gris, esbozando líneas, para concluir los cuentos que había ofrecido entregar ayer, pero que iba a entregar el lunes siguiente al editor. Concentrada en mis letras de color gris, escuchando lo que me dictaba en ese instante mi entonces estéril creatividad de otoño terco… llegó. Llegó el chico nuevo del Atlántico Piano Bar.

De pronto, un insólito (pero familiar) presentimiento me erizó la piel, un frío en los dedos, en el cuello, y adentro, in my self, un escalofrío. Lucía una camisa ligera, celeste claro; un saco color tabaco, que de cierto modo lo entronaba y que encajaba con su pelo claro y el jean oscuro, y desencajaba con la chalina gris (ni clara, ni oscura). Un dedo, una tecla, y una nota. La melodía empezó a invadir el ambiente; y en mí, una extraña atmósfera acaparaba. Después de interpretar esa de Bowie, los primeros aplausos de los sobrevivientes de la noche.

“Gabriel”, me dijo. “Ese es el nombre del nuevo chico, ¿te gustó?”, agregó la linda pelirroja, mientras recogía mis copas vacías. Y fue en ese momento en que lo vi a los ojos, creo que también él me vio, no podía ser de otra manera, estaba en la nueve, el rincón más cercano al piano.
Quizás he sentido antes esa mirada, esa presencia, o esta canción. O sólo es que Gabriel, el nuevo chico del Atlántico, sabía cómo encantar con sus primeros toques.

Desde entonces, nos encontrábamos en aquel peculiar lugar, los jueves y viernes, o los viernes y sábados a las 12, yo en la nueve, dos copas, y sus notas mil, para mí, para los dos, y para todos los sobrevivientes del Atlántico. Después de cada noche, él venía conmigo, nos quedábamos juntos hasta sentir la luz del cielo aparecer entre las cortinas y convirtiéndose en cómplice matutina de despertares al mediodía de los viernes y sábados, o de los sábados y domingos.

-Te conozco de antes.
Es como si te hubiese tenido muy cerca en otra vida. Me repetía, y yo ya me lo creía. Podríamos haber sido algo o no en otra realidad, o tan sólo es que lo queríamos ver así, porque sabíamos que en esta realidad, no podíamos llegar más que a algunos días de gloria, a acompañarnos, él, yo y el sentimiento que nos invadía. Porque sabíamos que esto no duraría para siempre, que era sólo crear nuestra historia, para recordarla toda la vida.

Gabriel, se tenía que ir en cualquier momento. Él no era de este lugar y alguien lo esperaba en otro. Nunca me dijo cuándo viajaría. Él lo sabía, pero no quería generar una despedida entre los dos.

- ¿Por qué te vas?, ¿Quién te espera? .
No podía evitar las interrogantes que llenaban mi interior, no podía negar que ese momento me entristecía, que pensar en su ausencia me llenaba de agonía inútil. Que él aún no se iba, pero que yo ya lo extrañaba. Que el odio se asomaba irremediablemente en mí, queriendo matar el sentimiento del que estaba presa.

- No tiene caso hablar de eso. Ven….
Y sus brazos me envolvieron, el abrazo más intenso que me podría haber cobijado alguien jamás. No existían preguntas, ni dudas, ninguna inquietud, nada que merezca interrumpir aquel momento que podía compartir sólo con él. No existía ya interrogante alguna que pudiese entorpecer esos últimos momentos al lado de Gabriel. No había espacio para nada más, sólo para él y yo. Sin promesas, ni adiós, sin presumir ser dueños del futuro y del destino. Y sin saber si nos volveríamos a ver.

Viernes nuevamente. Esa noche me acompañaba un sutil brío solitario, pero me preguntaba qué canción vendría hoy, qué notas haría Gabriel para acompañarme en la mesa. Llegué al Atlántico. Son las doce; allí estaba yo, en la nueve; y en la mesa, dos copas; y… ¿una nota? Al pie de las dos copas, un papel doblado. Ese día sólo una nota me acompañaba, la última que me pudo dejar Gabriel: Disculpa, creo que te invité a una función que jamás podremos ver juntos. Te buscaré en mis sueños… G.

Irónico, el Atlántico bar, nos juntó, y es ahora el Atlántico mar el que nos separa. Me saqué la chalina, bebí mi copa y… desperté.

jueves, 28 de mayo de 2009

Discover

Descubrí que soy melancólico,
cuando veo el día gris y siento extraño regocijo.
Descubrí que estoy solo,
porque cuando las lágrimas no soportan, abren el telón, y no encuentro hombro en que apoyarme.
¿dónde estás?
(¿quién?)

jueves, 7 de mayo de 2009

Del anonimato para ti querido (1.1)

Si supieras toda la verdad, seguro no estarías completo, o estarías completamente hecho mierda. O quizás serías un sabio y no un mediocre asesino de fantasía y realidad.
Hoy, si estoy o no feliz, te interesa; te interesa mucho más que cuando tú estabas cerca. Te interesa, porque sobre todo, te interesa que no lo sea. Te quieres enterar de cada cosa que hago, te quieres enterar con quién ando, con quién me quedo, con quién me divierto, quizás; pero no tienes idea de qué es lo que realmente te debes enterar.
Agradezco las circunstancias propiciadas por los pretextos geniales de las desgracias. Uno: separarme de ti. Dos: conocer lo mejor. Porque querido, pronto confirmé que no sólo las lágrimas son saladas. Y que si son saladas, hace falta ponerle el resto de sabores. Tenía la amargura dejada por ti, le agregué la acidez necesaria y excitante; y de la dulzura se encargó él. Ponerle el agridulce al plato, no costó mucho; pero ¡vaya que gustó!. Cuatro sabores y algo de picante pasión. ¿Cinco sabores? Cinco sentidos. Cinco sentidos y toda la piel.Porque mientras tú andabas en vulgar y mezquino querer; yo probaba una y otra vez el sabor divinamente láctico de sólo uno. Qué puedo hacer… : agradecerte. Seguro sí. ¡Gracias!. Gracias por tus malos pasos, tus decisiones abruptas y equívocas, por tu mal gusto, tus caricias y besos inexistentes al amar (¿amar?) y tu pésima forma de hacer el amor. Quizás porque eres clásico, jamás imaginarás lo no convencional. Sé lo primero que dirás (¿lo dices?, ¿lo piensas?), P-U-T-A. La puta que esperaba más de la persona inadecuada, más del infértil espíritu… más nada. Y nada había en ti. Me lo confirmas: ‘SÍ’. No te equivocaste. Sabes que yo me equivoqué. Y yo no sabía que me había equivocado hasta ver quebrado la donación de colores al amor, disfrazado en madera, presentada con color, con amor.
Vuelvo al inicio. Si supieras toda la verdad… Simplemente suerte mi querido, suerte de esta puta que conoció lo mejor entre la mierda, que conoció los sabores en una paleta de colores claros, que repasa y repasa caricias de besos en cada pliegue...caricias ajenas a ti, caricias que me dan vida, caricias de él, que está siempre cerca (a ti). Suerte desde mi más sincero cariño... acurrucada en él.

martes, 21 de abril de 2009

El Sonido del Sueño o El teclado sin 'Ñ'

Suena que vuelas,
Suena que nadas.
(...)

[Leyendo el móvil, antes de cerrar los ojos]

jueves, 6 de noviembre de 2008

extraño

¡te extraño (1)
extraño (2)
extraño! (3)